Por BERNARDO PÉREZ ANDREO / He tenido ocasión de presentar Evangelii Gaudium (EG) el día de la Acción Católica, celebrado en Pentecostés, este año en la parroquia de Cristo Rey del barrio de La Flota de Murcia. La invitación se me hizo para presentar la Exhortación Apostólica, pero después recibí la información que la Conferencia Episcopal enviaba para tal celebración. En ella se hacía especial mención a Christi fideles laici (CFL), documento de las mismas características magisteriales, Exhortación Apostólica tras un sínodo sobre la nueva evangelización, pero de Juan Pablo II. La excusa para amarrar la reflexión de EG a CFL es la celebración del 25 aniversario de esta última. En la mente de la Conferencia Episcopal, entiendo, estaría el hecho de que son dos documentos que tienen que ver con el laicado y la fiesta de la Acción Católica y el Apostolado Seglar son, creerán ellos, una festividad del laicado. Así es que no hay mejor celebración para los laicos que leer CFL a la luz de EG. Hubiera sido el acabose, que decimos por aquí, que nos obligaran a leer EG a la luz de CFL. Y es que muchos siguen sin enterarse que con Francisco hemos inaugurado un tiempo nuevo, un tiempo realmente distinto, tan distinto que ya no nos sirven los viejos odres; este vino nuevo es demasiado fuerte para esos odres

Se ha dicho que EG es un texto programático, y es cierto. Además, es una Exhortación con vocación de Encíclica, y, creo, es el primer documento magisterial del tercer milenio. Su contenido es tanto una respuesta a las búsquedas del siglo XX, como la consecuencia de las necesidades de la Iglesia en el siglo XXI. Se trata de un documento programático que estructura su visión de la Iglesia Católica en cuatro grandes ejes transversales:
1. Vuelta a la alegría del Evangelio.  La Iglesia debe anunciar el Evangelio, la alegría que emana de proclamar que Dios ama a los hombres, ama su Creación, los ama hasta el extremo de hacerse creación, ser engendrado como un hombre y vivir entre ellos para sufrir sus penas y gozar con sus alegrías. Los primeros cristianos aplicaron el término euangelion, no a los actos del Imperio, sino a los acontecimientos de Dios experimentados en Jesús de Nazaret. Fue un acto subversivo que aplicaba la bondad a Dios y no al Imperio, la salvación a Jesús y no al César, el señorío a Cristo y no a los poderes de este mundo. Por ello, el Evangelio es un gozo, una alegría para todos los hombres, pues en él encuentran su liberación, su redención, su salvación. Los hombres nos salvamos en la comunión fraterna de una humanidad reconciliada, no por el cumplimiento de ritos, normas, doctrinas o dogmas. La salvación es por el amor, no por el cumplimiento de ley alguna, sea esta la que sea. Como EG denuncia «a veces se anuncian acentos doctrinales, no el Evangelio» (39). O, «hay quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos, sin matices» (40).
2. Una Iglesia en salida: la exodalidad como nota característica de la Iglesia del siglo XXI.  Para vivir esta experiencia se necesita un cambio en la Iglesia, la Iglesia se tiene que poner en salida. Es lo que nosotros llamamos una Iglesia exodal. La verdadera nota que distingue a la Iglesia de Cristo es su ser peregrina, su estar en éxodo constante del mundo de sufrimiento, muerte y pecado. A la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad, debemos unir la exodalidad. Una Iglesia establecida como un reino más de este mundo no es la Iglesia de Jesús de Nazaret, no es el sacramento universal de salvación, no es la continuación temporal del cuerpo real de Cristo. Una Iglesia centrada en sí misma sería la anulación de la misión que Cristo le encomendó y que el Espíritu insufló en Pentecostés. Muchos, dice EG, viven «un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, sin preocuparles el Evangelio…, así, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de mueseo» (95), así, la Iglesia, se convierte en un mausoleo.
La Iglesia debe ser la comunidad de discípulos misioneros que «primerea, se involucra, acompaña, fructifica y festeja» (24). La Iglesia no es un pueblo de sacerdotes constituido en la sucesión apostólica y que separa a los cristianos en dos grupos distintos: unos, los consagrados, otros, los laicos y laicas. Entre ellos, se dice y explica en teología aún, existiría una diferencia esencial, no solo de grado, pues los sacerdotes ordenados tienen la potestad sobre los sagrados dones y el resto del pueblo no. Si esto fuera así, la muerte de Cristo de poco habría servido, pues el Nuevo Pueblo de Dios sería exactamente igual al Antiguo Pueblo, un pueblo de sacerdotes. No es así. En la Iglesia solo hay un Sacerdote, Cristo, que en su muerte ha roto la diferencia esencial, óntica, entre los sacerdotes y el resto del pueblo. en la Iglesia todos somos sacerdotes en y por Cristo, pues la Iglesia es un Pueblo Sacerdotal, no de sacerdotes. La Iglesia es el pueblo llamado a construir el Reino de Dios en la historia humana, junto con los demás hombres y mujeres, colaborando por hacer fructificar los valores humanos, lo humano mismo asumido en el Hijo.
3. Un nuevo compromiso comunitario que construya otro mundo como posible. La construcción del Reino solo puede llevarse a cabo en y por la vida comunitaria. No es la Iglesia por ser institución la que construye el Reino, sino por ser comunidad, pues es la comunidad lo que hace a los hombres tales, son las relaciones comunitarias las que construyen la realidad personal. La comunidad, la Iglesia, es una persona de personas que permite la reproducción de lo humano en cuanto personal. Sin la comunidad, el hombre no es tal. Lo humano se hace y se vive en lo cumunitario. Por eso, queriendo salvar Dios a la humanidad lo hizo tomándola como pueblo, como comunidad, no como individuos. Construir la comunidad es crear el Reino y salvar a los hombres. La Iglesia tiene como misión fundamental ser la conciencia humanad de la necesidad de lo comunitario. En lo común nos hacemos mejores, por lo común vivimos como hermanos, para lo común construimos el Reino. La comunidad es la expresión humana de la realidad trinitaria, donde el Espíritu es el tercero que impide la mismidad egolátrica o la dualidad autorreferencial del yo-tú que no es si no un yo-yo. El Espíritu es en Dios la apertura del horizonte de la alteridad, la salida del en sí hacia un éxodo divino que abre la posibilidad de la Creación y se proyecta en la Encarnación histórica. El Espíritu es el tercero, la Tercera Persona, que crea la Comunidad, en Dios y entre los hombres.
4. El Reino de Dios como proyecto único de la humanidad; la Iglesia, a su servicio. Crear el Reino supone un compromiso real con el mundo de sufrimiento y muerte, donde reina el dios dinero y la búsqueda del lucro a costa de lo que sea. Este mundo, no este mundo material, sino este mundo donde reina la economía de la exclusión y muerte, como denuncia EG, está corrompido por la economía capitalista, donde el valor fundamental es el beneficio y la productividad cada vez mayores. Se trata de una economía del descarte, donde los no productivos o los menos valiosos económicamente son arrojados al estercolero de la sociedad de consumo. Los pobres, los enfermos, los ancianos, los deficiente o los niños son carne de cañón de la sociedad capitalista que tiene en el dinero su dios, al que sirve de día y de noche. La Iglesia propone la inclusión de los pobres como modo de transformar radicalmente la sociedad. Para ello es imprescindible la búsqueda del Bien común que propague la paz social mediante el diálogo entre todos y con todos.
De nada sirve el pesimismo estéril del nada se puede cambiar, o de que las cosas son como son y no tienen otra forma. Decir que no se puede conseguir que todos los hijos de Dios coman o tengan una casa o educación y sanidad es una blasfemia. Es como decir que Dios no quiere que todos sus hijos vivan. Dios sí lo quiere y nosotros sí podemos, pero podemos porque sabemos que es posible construir una sociedad donde reine el amor, la solidaridad y la justicia. No es imposible. Cuando la Iglesia se deja atrapar en el pesismismo del «no se puede», cae en la mundanidad espiritual y se deja arrastrar a las sacristías y los monasterios, como si ese fuera el sitio para construir el Evangelio. La mundanidad espiritual «se esconde detrás de apariencia de religiosidad o incluso de amor a la Iglesia» (95), «es una tremenda corrupción con apariencia de bien» (97). En unos, la mundanidad espiritual «se manifiesta en la fascinación por el gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo», otros «se sienten superiores por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado» (94). La mundanidad espiritual, el creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que nada podemos, incluso debemos, hacer para cambiarlo, es el peor de los males de la Iglesia. Ella ha sido llamada a construir el Reino de Dios en la historia y su ser es mezclarse con el mundo para que Dios llegue a ser todo en todas las cosas. La catolicidad nos exige ira allí donde el Reino de existe para crearlo, siguiendo con el proyecto encarnatorio trinitario. La Iglesia tiene la misión de encarnar el Evangelio en todos y en todo, en todos los hombres y en todo el hombre.
Muchos no se han dado por concernidos por el cambio que ha traído Francisco. Siguen pensando con sus moldes antiguos, sus estructuras decrépitas y sus modos de actuar obsoletos. No les culpamos por ello, los humanos siempre nos resistimos al cambio, pero hay que recordarles las palabras de Jesús: cambiad de mentalidad y creed en la Buena Noticia. La Iglesia, buena parte de ella, corre el riesgo de quedarse atascada en esa mundanidad espiritual que critica Francisco, en ritos y liturgias hueras que solo vehiculan una experiencia ya fenecida. Puede que podamos seguir aplicando a muchos hoy lo que Jesús dijo de fariseos y escribas, que lían pesados fardos dogmáticos, litúrgicos, normativos y rituales, los cargan a las espaldas de la Iglesia y le impiden ser el Éxodo de la humanidad hacia la Jerusalén celeste, el Arca donde todos los excluidos pueden morar, la continuación temporal del cuerpo real de Cristo que encarna entre los hombres el amor de Dios, construyendo su Reino, un reino de vida y misericordia. A esos, más les valdrían que les encajaran una rueda de molino y los echaran al mar.