Imagen tomada de cocinandoespero.blogspot.com

Por BERNARDO PÉREZ ANDREO / Se han puesto de moda en España, al calor, nunca mejor dicho, del empujón que lo culinario tiene hoy en el mundo desarrollado, los programas de cocina. Fue la cadena Fox americana la que lanzó el formato. A partir de ahí se ha extendido al mundo entero con diversas variantes, pero siempre mantiene un formato de concurso: un grupo de concursantes compite en la elaboración de platos y menús de forma que cada semana se elimina a uno. Al final, el ganador se lleva un buen dinerillo, la edición de un libro de recetas y entrar en el Olimpo de los fogones. Con este formato imitan otros programas similares donde los concursantes han de pasar distintas pruebas para lograr obtener el premio final, sean cantantes, famosos o jóvenes ansiosos de fama. El formato es similar y la estructura no difiere. Lo que sí difiere, y bastante, es la legitimación que se da al dispendio material que suponen estos concursos.

En los concursos musicales, o en los que suponen permanecer encerrados en un lugar un tiempo determinado, el dispendio económico, que lo hay y mucho, no tiene el mismo impacto que en un programa de cocina, donde los concursantes disponen de una despensa casi infinita para utilizar en cada programa una mínima parte. El 99,9% de todo lo que se pone a disposición de los concursantes se pierde, no se utiliza. Esto es un handicap para la empresa que gestiona el concurso porque los espectadores se preguntan dónde va a parar tanta comida. Si el gasto es en otras cosas no importa tanto, al fin y al cabo están para eso. Pero la comida sigue teniendo un valor superior, porque la comida es vidaDesperdiciar la comida, aún hoy, sigue siendo un pecado para la gente normal. Pero los ideólogos del concurso dieron con la solución: entregar todo lo sobrante a entidades de caridad, sea el Banco de Alimentos u otra. De esta manera, a los ojos de los espectadores, queda legitimado el dispendio, pues todo lo que sobra se destina a gentes que no tienen para comer y, de esta manera, se justifica cuanto se haga con la comida en el concurso.

Sin embargo, este modo de proceder para justificar el despilfarro viene de antiguo, es tan viejo como el modelo capitalista. Desde Calvino, las riquezas se justifican en tanto sirven para demostrar la elección divina. La mejor forma de demostrar esta elección divina es ser prolijo en las dádivas a los pobres. Es más, cuánto mayor sea tu caridad, mayor prueba habrá de salvación. No importa cómo te enriquezcas, pues lo importante es que lo justifiques con amplios gestos caritativos. J. D. Rockefeller es el paradigma del enriquecido que legitima su riqueza con la caridad. Inundó de dinero instituciones educativas, caritativas y de investigación, y lo hizo con la fortuna amasada con la industria petrolera. Sus tácticas monopolísticas, su persecución del movimiento obrero y la institucionalización de la corrupción política son los instrumentos para generar una de las más grandes riquezas, pero nada importa si con todo ello se convierte en el campeón del filantropismo.
Los concursos culinarios que han proliferado beben de las fuentes originales del capitalismo protestante y se sustentan sobre la falacia de que el fin, destinar los alimentos a los necesitados, justifica los medios, despilfarrar recursos para obtener un beneficio empresarial. Estos programas televisivos «blancos» tienen un corazón más negro que los demás. Lo peor proviene de la corrupción de lo mejor. El peor lobo es que lleva la faz de cordero. Corruptio optima, pessima.