Domingo, 2 de junio 2019 (VII de Pascua) / Hechos 1, 1-11; Salmo 46; Efesios 1,17-23; Lucas 24, 46-53.

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Por JOSÉ LUIS BLEDA / Acabó mayo, comienza junio y va terminando la Pascua, este domingo celebramos ya la Ascensión del Señor, y, nos preparamos para Pentecostés, la fiesta que culmina la Pascua y en la que renovamos la recepción del Espíritu Santo que nos capacita para dar testimonio de la vida, del amor, del perdón en el mundo. Este año nos encontramos en la liturgia de la Palabra con las dos versiones de Lucas de la Ascensión: con la que termina su Evangelio y con la que inicia los Hechos de los Apóstoles. Ambas, al ser del mismo autor, tienen la similitud de presentarnos la Ascensión en el mismo lugar, cerca de Jerusalén, en el camino hacia Betania, y en ambas se subraya que Jesús les manda salir de Jerusalén, es decir, ser Iglesia en salida, pues sólo en salida podemos ser testigos para todos, podemos dar testimonio del mensaje de Jesús a todos, no sólo para nosotros y entre nosotros. Pero, antes de entrar más en detalle, permitirme saltar a la segunda lectura, la de los Efesios, pues para comprender esto de la Resurrección, la Ascensión, el ser llamados a salir para ser testigos del amor, del perdón, de la universalidad… hace falta que dejemos que Dios ilumine nuestros corazones, hace falta vivir desde el corazón y el amor, ya que desde la mente, la sola razón, la lógica, no es posible entender y vivir el mensaje del Evangelio, para esto, sin descartar la razón y la mente, hay que tener corazón, y tenerlo abierto, iluminado, para poder entender y poder vivir todo esto con pasión, como lo hizo Cristo, los apóstoles, los santos, y tantos que han dado y siguen dando sus vidas por el Evangelio, por un mundo más justo y más humano.

 

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Desde el corazón, Jesús nos pide que seamos testigos de que Él está vivo, lo hemos visto, nos sentimos bendecidos y enviados por Él, y esto es algo que no se puede hacer con palabras, sino con obras, con las mismas obras que Él, por eso, la Ascensión es una llamada a la Acción, a no quedarse parado, pasmado, mirando al cielo, sino al ir al encuentro del otro, del que habita en la misma ciudad, en la misma tierra, del que habita en el mismo mundo, ir al encuentro como testigos del triunfo de la Vida, del Bien, del Amor, y esa es nuestra tarea, la que como testigos debemos realizar, sin importarnos el final, el momento del triunfo, pues a nosotros nos toca vivir el presente, y el presente aquí y ahora lo tenemos ahí delante: los inmigrantes y refugiados que tratan de cruzar el Mediterráneo, los que son víctimas de la trata para explotación sexual, laboral, para mendicidad, los ancianos que están solos, los menores solos y en riesgo de exclusión social, los sin techo, los drogodependientes, los que no llegan a fin de mes, los que necesitan ayudas y solo obtienen reconocimientos en papeles… ¡Hay tantos que necesitan de un testimonio de Vida, de Amor, de Luz, de Bien! No, los que creemos en Jesús, si creemos de verdad no podemos quedarnos ahí, plantados, mirando al cielo.

El Evangelio, a esto, nos recuerda cuál es la finalidad de recibir el Espíritu Santo, para proclamar a todos los pueblos la conversión con el perdón de los pecados. A todos los pueblos, estos significa la catolicidad o la universalidad, esto es ser católico, estar abierto a todos los pueblos, considerar a todos como hermanos ¿Por qué Nieves entregó su vida en la República Centroafricana, o Fernando en Burkina Faso? Ellos como tantos otros vivieron con pasión el mensaje de la Pascua, han sido testigos de la Vida del Resucitado, lo han sido ante todos los pueblos, y como Cristo han derramado su sangre para el perdón y la conversión y suben al Padre, como Cristo. No se puede ser católico solo de un Papa (hoy hasta te encuentras sacerdotes que afirman ser “católicos de Benedicto XVI”, como si Benedicto XVI no fuese católico de Francisco), ni de una cultura, ni de un continente…

Guido María Conforti, fundador de los Javerianos.

Ser católicos implica incluir a todos, desde san Pío X a Francisco, por no remontarme a san Pedro, de todos los continentes y de todas las culturas, es hacer del mundo una sola familia, como decía San Guido María Conforti, fundador de los misioneros javerianos. La conversión, esto es, la posibilidad de cambiar; el creyente cree que todos podemos convertirnos, que se puede dejar el mal y obrar el bien, que todos tenemos la posibilidad de amar, que todos podemos sentirnos amados y lanzarnos a la aventura de amar, pero de amar no como ama el mundo, sino como ama Dios, como ama Jesucristo, entregando la vida por el otro. Creer en la conversión es creer en el otro, apostar por el otro, esperar del otro lo bueno, no perder nunca la fe en el ser humano y en sus posibilidades. Y, esta conversión va unida al anuncio del perdón, esto es lo que nos encomendó Jesús: anunciar a todos los pueblos el perdón, no la condena, ni el juicio, sin duda que una de las cosas que más ha alejado al ser humano de hoy de la Iglesia y del mensaje del Evangelio, es la imagen de la Iglesia condenando, prohibiendo, declarando que esto y lo otro es pecado, en vez de anunciar el perdón, de abrir brazos para acoger, abrazar, para invitar a levantarse y seguir, sin miedo, sin temores, sin condenas,…

Aún estamos a tiempo, aquí estamos y aquí está el mundo, de nosotros depende mirar al Cielo o mirar de frente, cruzar los brazos o abrirlos para acoger y abrazar, horrorizarnos ante el mal del mundo o invitar, empezando por una sonrisa, a amar, a acariciar, a vivir en el perdón y el amor, aunque nos cueste esta vida.