Por BERNARDO PÉREZ ANDREO / Desde distintos grupos y colectivos se ha lanzado un manifiesto con el significativo título de «Última llamada«. Se trata de un sereno grito de auxilio, como el de los náufragos resignados a su destino, como la orquesta del Titanic, que dicen que seguía tocando mientras se hundía el barco. Porque después de una cuarenta años anunciando lo que se avecinaba por parte del movimiento ecologista, científicos conscientes y colectivos implicados; después de kilómetros cúbicos de informes y estudios, sabemos a ciencia cierta que este modelo ha concluido. No termina el sistema capitalista, o la globalización, o alguna otra máscara tras la que ocultar que la civilización del productivismo, el goce irrestricto y la irresponsabilidad ha llegado a su fin. 

Ya no será posible seguir como estamos durante mucho más de un lustro o dos y ese es el marco temporal que tenemos para hacer algo que nos prepare para lo que ya mismo tenemos encima. No será posible evitar lo peor, pero al menos podremos hacer algo por evitar lo peor de la catástrofe: la inconsciencia. Por analogía con la vida individual de cada ser humano, hay un momento inevitable para el que todo hombre dispone de toda la vida para prepararse, la muerte, y lo peor que le puede suceder es que le llegue el día sin haber hecho lo más mínimo para ser consciente de su existencia y de lo que supone el fin de la misma. De la misma manera, nuestra civilización debe hacerse consciente de su muerte, paradójicamente esa será su salvación.

La civilización productivista, con base en el lucro, el beneficio y el goce físico y momentáneo de los bienes, sea esta capitalista, comunista o cualquiera de sus variantes, ha despilfarrado un planeta entero solo para su supervivencia como tal civilización. Hemos sido capaces de destruir los océanos, las montañas, los ríos y hasta la atmósfera con el único fin de aplazar un año más la transformación necesaria. Por supuesto, no todos lo hemos hecho igual y no todos con la misma intensidad. Muchos seres humanos, la inmensa mayoría, sólo han sido meras piezas de reproducción del sistema, incluso deshechos del mismo. Otros, muy pocos, han creído beneficiarse porque disfrutaban de bienes y servicios que estaban vetados a la mayoría. Sin embargo, llegada esta hora, de poco sirven estas distinciones. Las consecuencias son para todos y la consecuencia final es la misma para cualquiera. Sin embargo, algunos, los que siguen gozando del poder económico y el control político y militar, se creen protegidos de lo que viene. ¡Ilusos!
Cuando se inicie el proceso de no retorno, nadie quedará fuera de las consecuencias, nadie. Por eso, lo único que puede salvarnos es ser conscientes de nuestra responsabilidad y adoptar las medidas que debamos, aunque estas no puedan ya parar lo que se nos avecina. Con cierto sentido kantiano, ahora toca hacer lo adecuado, aunque eso no sea más útil que lo inadecuado, al menos así salvaremos nuestras almas, nuestras conciencias, nuestra propia memoria, y salvaremos a nuestros hijos, pues si una lección podemos enseñarles con esto es que es injusto el que comete injusticia, no el que la padece, y que el bien debe hacerse por sí mismo, no por sus consecuencias.