Génesis 3, 9-15.20; Salmo 97; Efesios 1,3-6.11-12; Lucas 1, 26-38.  

Por JOSÉ LUIS BLEDA / Si hay una fiesta dedicada a María que se celebra en toda España es la del 8 de diciembre, que este año cae en sábado, el día de la semana dedicado a María, y es la fiesta de la Inmaculada Concepción, en la que la Liturgia nos invita a orar con el relato de la Concepción de Jesús o Anunciación o Encarnación, de hecho este relato que nos presenta Lucas es el Evangelio que más se repite a lo largo del año litúrgico, y aunque en esta fiesta aparece precedido por las lecturas arriba indicadas, en mi reflexión me centraré en el relato de Lucas.

No es casualidad que previamente a la Navidad la Iglesia con esta fiesta nos invite a mirar a María, o mejor dicho, mirarnos en María, para prepararnos a celebrar las fiestas navideñas, y, para vivir. María, aparte de ser la madre de Jesús, desde los orígenes de la Iglesia, es figura de toda la Iglesia, es la Mujer vestida de Sol, con la luna bajo los pies, de la que nos habla el Apocalipsis, la Esposa de Cristo, tan y como lo vemos en el mosaico de Santa María del Trastevere, en Roma, es la que llena de Dios, o llena de Gracia, da a luz la Luz para todos los pueblos o todas las gentes; ella, es símbolo de todos los que formamos parte de la Iglesia, y de cada uno de nosotros, quiénes también estamos llamados a llenarnos de Cristo para ofrecerlo a todos. Por ello, las palabras que el ángel Gabriel dirige a María en la Anunciación son palabras que nos dirige a cada uno de nosotros, y en esta reflexión os invito a escucharlas, pero especialmente, os invito a que me acompañéis en la escucha e interiorización de lo que el ángel Gabriel dice a María en el comienzo de sus intervenciones:

Alégrate. Lo primero que le dice es una invitación a la alegría. Lo primero que nos dice en mensajero de Dios, lo primero a lo que se nos invita es a la alegría. Un santo triste es un triste santo, lo he oído decir muchas veces, pero aparte de eso, lo cierto es que si nuestra vida de fe no nos lleva a ser felices, a vivir en la alegría y a transmitir alegría ¿para qué la queremos? La alegría no es incompatible con los problemas, con las dificultades, con los retos y con el tener que luchar cada día por salir adelante, sino que es signo de nuestra lucha, de nuestra esperanza y de nuestra confianza plena en Dios, por ello, a pesar de las circunstancias que nos tocan vivir, las vivimos con alegría, y así, la alegría nos hace testigos, testigos de un Dios que nos acompaña, que está con nosotros, por eso, aunque hay que luchar, aunque hay problemas y dificultades, estamos alegres, trasmitimos alegría, y con ella esperanza y confianza plena en Dios.

No temas. Si a algo nos invita siempre Dios, ya numerosas veces en el Antiguo Testamento, y muchas más en los Evangelios, es a no temer. Los Papas, sobre todo San Juan Pablo II, pero también Benedicto XVI y Francisco, sobre todo cuando se dirigen a los jóvenes, les invitan a no temer, no tener miedo. El miedo, el temor, paraliza, nos hace incapaces de actuar, de vivir, nos lleva a encerrarnos, buscando seguridades, muchas veces falsas, y a vivir en el egoísmo, yo me encierro, me aíslo, me pongo a salvo y no me importa lo que le pasa a los demás. El auge de soluciones radicales, intolerantes, que hablan de eliminar, expulsar, echar a otros, a quiénes no conocemos, no es sino fruto del miedo, miedo a vivir peor de cómo lo estamos haciendo, miedo a perder lo que consideramos nuestro, como si no tuviéramos que morirnos nunca y siempre fuésemos a conservar todo lo material por lo que luchamos y estamos dispuestos a matar, miedo al otro, un miedo que nos lleva a la indiferencia, indiferencia ante el sufrimiento y la necesidad del otro, haciéndonos así cómplices de la cultura del descarte y del rechazo al otro. Con miedo no se puede ser testigo, ni mucho menos se puede dar testimonio de Cristo, quién teme no sirve, no puede engendrar a Cristo, quién teme perder su vida y lucha por conservarla, la acabará perdiendo, y cuando finalice habrá llevado una vida estéril, que no ha dado fruto, a lo mejor no habrá hecho nada malo, pero tampoco habrá hecho nada bueno, no habrá servido de nada. Me imagino a la joven María, va a ser madre, sin conocer varón, sin duda que sabía que José podría rechazarla, como nos dice el Evangelio de Mateo que pensó en hacerlo, y que en Israel a las madres solteras se las lapidaba por adulterio, se quedaría sola, sus padres serían los primeros en rechazarla,… Para decir que Sí, para decir “Hágase en mí según tu palabra”, primero hay que superar todo temor, todo miedo.

El Espíritu Santo vendrá sobre ti. Son muchas las cosas que no podemos explicar, las situaciones que nos tocan vivir y que no tienen respuesta, los retos y desafíos que se nos presenta, nos superan y que vistos con nuestras propias fuerzas sabemos que no soy nadie para lograrlos, superarlos, vencerlos, afrontarlos, y, mucho menos con alegría. Pero,…, si soy consciente de que tengo el Espíritu, el mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, el que da vida, el que procede del Padre y del Hijo, yo no…, pero con él yo si puedo, puedo hacerlo, puedo superar todo miedo, todo temor, todo sufrimiento, y afrontarlo todo con alegría.

Esto es lo que vivió María. Ella escuchó la llamada de Dios, la aceptó con alegría, sin miedo, sabiendo que podría llegar al final, vivirla hasta el final porque el Espíritu Santo estaba con ella.

Hoy tú y yo, todos, estamos llamados a imitar a María, a ser como ellas, capaces de escuchar a Dios en el grito de tantos que necesitan la Luz del Evangelio, la Luz de Cristo, que necesitan una Buena Noticia, que Dios quiere que les llegue a través de nosotros, pero para ello, hemos de vencer temores, saber que el Espíritu Santo está sobre nosotros, en nosotros, y confiar en Dios de manera que vivamos en la alegría cualquiera que sean las circunstancias o dificultades que estamos viviendo o que nos tocaran vivir.