Domingo 31 marzo 2019 (IV de cuaresma) / Josué 5, 9a.10-12; Salmo 33; 2Corintios 5, 17-21; Lucas 15, 1-3.11-32.

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Por JOSÉ LUIS BLEDA / Último domingo de marzo, metidos ya en primavera, y vivida ya la mitad de la Cuaresma, las lecturas nos invitan a mirar a la Pascua, mirarla de manera festiva, el color de la casulla puede ser el rosa, y el Evangelio termina con esa invitación a entrar y participar en la fiesta, el banquete, que el Padre nos ha preparado. Pero para ir a la fiesta, vivirla y participar en ella, las lecturas nos invitan a una serie de condiciones. Lo primero, que se nos presenta en la primera lectura es ser adultos, maduros, mayores, no depender de.., no necesitar permiso de…

La lectura nos presenta al pueblo de Israel que ha salido ya del desierto y habita en la tierra prometida, celebra su gran fiesta, la fiesta de Pascua, comiendo de los frutos de la tierra, no ya del maná que les llueve del cielo, es un pueblo de personas que son libres, que pueden decidir por ellas mismas y que tienen que construir ellas su futuro, ya no dependen de que otro les alimente y les cuide,…, pero no por ello deben olvidar lo vivido, la travesía por el desierto, la esclavitud de la que fueron liberados, pues podrían volver a caer en la esclavitud. Ahora, son ellos los que tienen que luchar por conservar su libertad y por construir su sociedad, una sociedad libre y fraterna, como han ido aprendiendo en el desierto, o reproducir una sociedad de esclavos y opresora, como la egipcia de la que fueron liberados.

En toda fiesta se disfruta con los sentidos, en esta no es menos, por eso en el salmo se nos invita a saborearla y a verla, gozar con el gusto, con la vista, gozar y disfrutar de la bondad, la grandeza, la amistad de Dios. La cuaresma es tiempo de encuentro, de encontrarse con Dios, pero no con un Dios cualquiera, sino con un Dios amigo, y cuando uno se encuentra con un amigo hay fiesta, hay alegría, hay gozo.

Hay también otra característica de este encuentro festivo: la novedad. Estar con Cristo supone renovarse, hacerse cada día una criatura nueva, no cabe la rutina, el vivir las cosas como siempre lo mismo, como una carga, como lo que hay que hacer,… Es cierto que la vida puede plantearnos muchas veces lo mismo, las mismas situaciones, pero si las vivimos con ilusión, con alegría, con esperanza, sabiendo que nos encontramos con quién nos quiere, como cuando el hijo menor volvía a la casa, volvía a la casa de la que se había ido, la misma que había abandonado, pero volvía con la esperanza del perdón, de poder llevar una vida digna, aunque no fuera como hijo y señor, y se dejó reconciliar por el Padre, abrió su mente, su corazón a la novedad del encuentro haciendo nuevas todas las cosas.

Y, por último, permitirme centrarme en el hijo mayor, pues es este el que puede quedarse sin fiesta, sin entrar a la fiesta y sin vivirla, la fiesta está preparada, ya suena la música, la cena está preparada, el padre, el hermano, todos están dentro, pero él no quiere entrar, se enfada…

 

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El hijo mayor puede recordarnos a nosotros, a los buenos, a los que venimos siempre a misa, a los que hacemos bien las cosas, como Dios manda, que también nosotros, también yo necesito convertirme… El hijo mayor no había abandonado la casa ni al padre, pero no tenía conciencia de hijo, sino de siervo: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya,..” Lamentablemente en la Iglesia muchas veces hablamos más un lenguaje de servidumbre que de filiación: siervos, esclavos, sumisos, devotos, nos gusta más estar de rodillas, besar anillos, que permanecer en pie, mirar a los ojos, abrazar, y, esto puede llevarnos a olvidar que somos hijos, que somos hermanos. El hijo no cobra, no tiene sueldo, porque puede tomar lo que quiere, pero el que se considera siervo, puede sentirse frustrado porque no ve que le pagan como él cree que se merece, por eso le reclama al Padre, y, encima se compara con el otro, al que no ve como hermano, sino como rival, pero, si el otro no es su hermano y es hijo de su Padre, como él mismo confiesa: “…cuando ha venido ese hijo tuyo…” si el otro, el rival, es hijo del Padre, pero no lo llamo hermano, el que estoy perdiendo la filiación, el que pierde al Padre soy yo, soy yo el que me quedo sin Padre, sin fiesta,…, el que lo pierdo todo.

Pero el Padre sale a mi encuentro, a nuestro encuentro, y una vez más nos dice: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo…” y nos invita a entrar al banquete, a la fiesta, a ser hermano y a vivir con alegría la venida de mis hermanos. ¿Acaso nos imaginamos la vida eterna como un lugar aburrido, sin música, sin fiesta, dónde solo estaremos unos pocos, precisamente los de vida más aburrida?

Aún estamos a tiempo para entrar a la fiesta, renovemos nuestra mente y corazón, esforcémonos por ver al otro como hermano y disfrutemos todos del mundo nuevo y renovado en Cristo, donde todos cabemos.