Domingo 23 junio 2019 (Fiesta del Corpus Christi) / Génesis 14, 18-20; Salmo 109; 1Corintios 11, 23-26; Lucas 9, 11b-17.  

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Por JOSÉ LUIS BLEDA / Con la celebración este domingo de la fiesta del Corpus Christi culminamos la semana de la Caridad y concluimos las fiestas que siguen a la Pascua, aunque aún nos quede el próximo viernes la celebración del Sagrado Corazón de Jesús, y, este año, por lo tarde de la celebración de la Pascua, en los lugares donde el Corpus aún se celebra el jueves, ha coincidió en el 20 de junio la celebración del Corpus con la Jornada del Refugiado. Esta fiesta del Corpus hay que entenderla desde la Caridad, desde el Amor, ya que sólo desde el Amor de Dios por todos y cada uno de nosotros se puede contemplar la presencia permanente y real de Cristo en el Pan y el Vino. Caridad que en nuestros tiempos no podemos separar del amor fraterno hacia nuestros hermanos refugiados, inmigrantes, que están a nuestras puertas llamando y en casos, muriendo ante nuestra indiferencia. Precisamente el lunes tenía lugar a nivel nacional una serie de actividades para pedir el cierre de los CIE, esos centros de detención ilegal donde personas se encuentran privadas de libertad y de sus derechos por una falta administrativa, no tener papeles, y sin haber cometido delito alguno; y, el jueves han sido numerosos los actos a favor de la sensibilización ante la situación de los refugiados, muchos de ellos gracias al trabajo y tesón de ONG y cooperantes no precisamente católicos, pero si mucho más concienciados que algunos de los que por el bautismo estamos llamados a vivir como hermanos de todos.

Precisamente las lecturas de esta fiesta nos hablan de esto. La primera muy breve nos presenta a Melquisedec, el sacerdote-rey, que ofrece pan y vino a Abrán (todavía no había cambiado de nombre) y lo bendice, a cambio Abrán le dará a Melquisedec el diezmo, la décima parte de sus bienes: Abrán es el inmigrante, el jefe de un grupo de pastores que había dejado su tierra e iba a tomar posesión de la prometida por Dios, esa tierra prometida estaba ocupada y sus reyes juntaron sus fuerzas para detener a Abrán y sus pastores, menos un rey, Melquisedec, estos reyes fueron derrotados y eliminados, es entonces cuando Melquisedec sale al encuentro de Abrán y lo bendice. La similitud con nuestros tiempos es fácil, frente a los Salvini y Trump que levantan muros y mandan al ejército a detener a los inmigrantes esta el Papa Francisco como nuevo Melquisedec, el futuro de los que salen a detener y luchar es la derrota, el que sale a bendecir, ofreciendo pan y vino recibirá a su vez los bienes de aquél a quién acoge. Este es el sacerdocio eterno que procede de Dios y no de leyes humanas: los sacerdotes humanos trabajan por conservar la institución que les ha dado la dignidad sacerdotal, bendicen a los suyos y al orden establecido, así bendicen a sus soldados frente a los otros, bendicen el status quo que les garantiza su nivel de vida frente a aquellos que sufren y mueren para que unos pocos lo tengan todo, pero el sacerdote que procede de Dios no se sabe por qué es sacerdote, ni de dónde viene ni a dónde va, está por encima no se compromete con una ideología, un partido, una sociedad, una nación, sino con la vida, el ser humano, lo sagrado, por eso es eterno, es libre, no puede ser manipulado, está abierto a todos, especialmente al otro, al que viene de otro lado, como se expresa en el salmo.

 

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El sacerdocio cristiano al principio se nos presenta así, como procedente del de Melquisedec, rompiendo con el judío, que estaba sujeto a un linaje, una herencia, unas tradiciones, unas reglas, unas condiciones,…, lo único que tenían los sacerdotes es que enseñaban algo que les había sido enseñado, transmitido, que no procedía de ellos: tomar el pan y el vino, como hizo Jesús en la última cena, bendecirlo, partirlo y repartirlo, y hacer presente en ese compartir fraterno al mismo Jesucristo. Esto es lo que nos enseña Jesús, nos lo presenta bien el Evangelio de Lucas con este pasaje que vinculamos a la Eucaristía de la multiplicación de los panes y de los peces y del mandato de Jesús a sus discípulos ante la necesidad de la gente: “Dadles vosotros de comer”.

Comulgar, comer el cuerpo de Cristo, el pan partido para ser compartido no se puede hacer de manera coherente si ese gesto no implica nuestra disposición a compartir nuestra vida, nuestros bienes, a partirnos nosotros para alimentar, saciar, dar de comer, a los otros, a los que nos necesitan, a los que vienen, a los que esperan de nosotros unos brazos abiertos, pan y vino,…, no concertinas, vallas, CIE, normas, leyes…

¿Qué les damos? ¿En qué hemos convertido el Cuerpo de Cristo?