Domingo 4 de agosto 2019 (XVIII Tiempo Ordinario) / Eclesiastés 1, 2; 2, 21-23; Salmo 89; Colosenses 3, 1-5.9-11; Lucas 12, 13-21.

Por JOSÉ LUIS BLEDA / Debo reconocer que las lecturas que nos presenta la liturgia para este domingo son de las que más me cuestan entender y aplicar a la vida diaria, pero, precisamente, vienen tras una semana, que podría llamar difícil, y que me ayuda a entenderlas mejor a la vez que me iluminan lo vivido esta semana.

El miércoles, por primera vez en mi vida, asistí a un pleno (a parte del pleno) del Ayuntamiento de Murcia, acompañando a los padres que luchan por la permanencia del servicio de guardería en Algezares, y fue interesante a la vez que decepcionante, en fin…, pero tras el mismo, y tras acompañar otras situaciones también difíciles y complicadas en el campo de misiones y de migraciones, uno se pregunta ¿Para qué todo esto? ¿No es vanidad? Pero si todo es vanidad y al final queda en nada, ¿Para qué luchar? ¿No sería mejor no hacer nada, no mojarse en nada, llevarse bien con todos y quedar bien con todos?

Creo que la respuesta la podemos encontrar en el resto de las lecturas. Quizás todo pueda parecernos en algún momento vano o pérdida de tiempo, pero ¿podemos decir que la muerte de Cristo en la cruz ha sido en vano? ¿qué Dios creo la vida, nos la ha dado en vano? Si no ha sido en vano, ¿para qué nos ha dado la vida? ¿Para qué nos ha creado? ¿Para qué ha muerto y resucitado por nosotros?

El salmo 89 es un poema-oración que me invita a considerar que todo está en las manos de Dios, que Él es mi origen, que si he llegado a dónde estoy, superando tantos momentos difíciles y disfrutando de tantos otros momentos, ha sido más por Él que por mis méritos, que es Él quién puede hacer prósperas las obras de nuestras manos, que Él está para poder apoyarnos y refugiarnos en Él en los momentos de fracaso, de derrota, y desde Él se verá la victoria.

La segunda lectura me llena de esperanza, y de esperanza desde el fracaso, desde la muerte, desde la derrota, pues solo desde la cruz, desde el Crucificado, es posible llegar a la superación de toda indiferencia, desigualdad, injusticia: el ser humano que sufre es el Cristo crucificado aquí, en Bolivia, en Camerún, en Honduras, no hay diferencia entre hombre y mujer, libre o esclavo, blanco o negro,… hay un ser que sufre, y junto a ese ser hay otros, que como Cristo, le tienden la mano, lo acompañan, lo levantan, le ayudan, como los misioneros, los cooperantes, los de Open Arms, los médicos, las viudas, las abuelas y abuelos, tantos y tantos, que sin tener motivos son capaces de complicarse la vida y el momento presente por luchar por los derechos de otros, de todos.

El Evangelio me recuerda que no es lícito usar a Dios ni a la religión para ganar y obtener lo que me interesa, para que me apoye en mis derechos, Cristo no vino a darme la razón, vino simplemente a acompañarme, a estar conmigo, a luchar conmigo, por ello, para mí, el Evangelio, Jesucristo, es lo que me empuja a superar el desánimo y el sinsentido de toda lucha y de todo fracaso, lo que me ánima a estar ahí, acompañando, luchando, llorando, fracasando, viviendo, festejando, animando, y esto no es vanidad, es vida, y vida que conduce a la Eternidad, a la Gloria, al triunfo de una Humanidad sin ricos ni pobres, sin opresores ni oprimidos, sino una Humanidad Fraternidad.