Domingo 15 de septiembre 2019 (XXIV Tiempo Ordinario) / Éxodo 32, 7-11.13-14; Salmo 50; 1ª Timoteo 1, 12-17; Lucas 15, 1-32.

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Por JOSÉ LUIS BLEDA / Tras las lluvias y la feria, en este fin de semana en Murcia celebramos la fiesta de Nuestra Patrona, la Virgen de la Fuensanta, y, es precisamente en este fin de semana en que las lecturas nos muestran la MISERICORDIA de Dios. La primera lectura nos presenta la infidelidad del pueblo liberado por Dios, en cuanto puede se fabrica su propio Dios y le atribuye a este ídolo los méritos de su liberación: un pueblo que no espera, un pueblo que exige, que quiere ver, que quiere tener… que quiere llevar la dirección y el tomar el control de los acontecimientos. 

Era un pueblo esclavo, pero que no quería la liberación, al menos no como Dios se la ofrece, lo que quería era ocupar el lugar del Amo, del Señor, y ser Señor sobre otros esclavos. Dios libera a su pueblo de la esclavitud y lo conduce a la tierra prometida, con la esperanza de que allí construirá una sociedad nueva sin esclavos, sin dioses, sin ídolos, pero en cuanto pueden se fabrican su ídolo. Pero no es esta parte de la historia la que quiero subrayar este domingo, sino lo que sigue… ante la infidelidad Dios se propone acabar con su pueblo, pero Moisés le recuerda que Él lo ha liberado, y Dios, se arrepiente… Muchas veces me han dicho de pequeño, y no pocos cristianos hoy en día lo defiende que Dios es un Dios que castiga (“El Señor te va a castigar”), que es justo… Pero, conforme leo las Escrituras, cada vez veo más claro que Dios es un Dios que libera, que ama, que se arrepiente de sus amenazas, aunque sean justas. ¿De qué imagen de Dios hablamos? ¿Qué imagen de Dios presento a los demás? ¿Cuál es mi imagen de Dios? ¿Responde al Dios liberador, o, es un Dios que castiga, como haría yo con los que “no son míos”?

 

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Darnos cuenta de esto, para como se dice en la respuesta al salmo 50, y como dice el hijo pródigo de la Parábola del Evangelio que se proclama, levantarme y ponerme en camino para ir al encuentro del Padre, de Dios. Sí, lo he hecho mal, lo sé, pero no puedo quedarme ahí, no puedo quedarme en el fracaso, no podemos hundirnos en al mal, ni conformarnos con un “somos pecadores” que todo lo justifica. Sí, lo somos, por eso tenemos que dejar de serlo, tenemos que levantarnos, una y otra vez, tantas como necesitemos, e ir hacia el Padre, hacia el Dios liberador, que nos ha dado vida, libertad, y que como le escribió Pablo a Timoteo: nos hace capaces…

Y, es que lo primero es la acción de Dios, Dios que nos hace capaces, Dios, que como en la Parábola del Padre misericordioso, nos reparte la herencia, incluso antes de morir; no tenía porqué hacerlo, pero lo hace, deja en libertad a sus hijos para irse y para quedarse, y con amor prepara la fiesta, para el que regresa, pero sin excluir al que siempre ha estado. Él quiere a todos en su fiesta, por eso busca al que se pierde, y sale al encuentro de quién no quiere entrar, pero lo que no puede hacer es obligarnos a participar en su fiesta, obligarnos a ver al otro como hermano, obligarnos a alegrarnos de que el otro tenga lo que necesita, le vaya bien…

     ¡Cuánto me duele ver a cristianos criticando, señalando, rechazando, excluyendo! Si, hermanos, que rabian porque otro tiene una paga, le han concedido una subvención, le han atendido en el médico, y, a mí no…. ¿Cuántos hermanos mayores tenemos en la Iglesia? De la envidia, porque se va con su parte a pasarlo bien, ellos también han recibido su parte, pero en vez de irse, se quedan viviendo a costa del Padre, se pasa al rechazo, ya no se llama al otro hermano sino “ese hijo tuyo”, ese negro, ese moro, ese musulmán, ese ilegal, ese…, sin darnos cuenta que si es hijo suyo, y no es mi hermano, entonces el que no soy hijo del Padre soy yo, me estoy quedando sin Padre,… Pero el Padre, vuelve a contar conmigo, con el hijo mayor, sólo me pide que me de cuenta de que el otro es mi hermano, me alegre y comparta fiesta y alegría con él: “Hijo, tú  estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.

La misericordia de Dios no se limita a perdonarnos, a liberarnos, a hacernos capaces… sino que nos da hermanos, nos hace hermanos para compartir banquete y alegría, para gozar. Vivamos en su misericordia, veamos al otro como hermano y a Dios como Padre, para ver a María como Madre.